No me preguntéis por la matricula de mi coche porque no me la sé, pero ni del que tengo ahora ni de los que he tenido antes y por supuesto de la del coche de mi chico no tengo ni idea. Pero la matricula del primer coche que condujo mi madre y que nos acompaño durante muchos años me la sé de memoria y no creo que la olvide.
Cuando tenia once años nos mudamos de casa. Hasta ese momento vivíamos al ladito de El Retiro pero el piso era de alquiler, por eso mi madre decidió meterse en una hipoteca, para tener una casa que fuera suya el día de mañana, y lo ha conseguido, a día de hoy es SU casa y lo ha conseguido ella sola, sin ayuda de nadie.
Pero claro, nos fuimos a vivir a uno de los barrios que el Instituto Nacional de la Vivienda (INV) construía en aquel momento. Ahora es un barrio relativamente céntrico y con excelentes comunicaciones, pero entonces ... ¡parecía que nos habíamos mudado a kilómetros de Madrid! Acostumbrados a ir andando a todos los sitios ahora de repente dependíamos del único autobús que llegaba hasta allí. Pero mi madre lo tenía todo previsto, se había sacado el carnet de conducir ¡a la primera! y ahora solo faltaba comprar un coche.
El elegido fue un precioso, simpático y utilísimo 600 de color amarillo canario.
Con él hicimos un montón de viajes y siempre se portó genial, nunca se estropeo ni falló, nada de nada, incluso en los inviernos más duros y con nevadas intensas, aquel coche arrancaba a la primera mientras que los dueños de auténticos cochazos nos miraban entre alucinados y desesperados cuando nosotros iniciábamos la marcha y ellos se quedaban tirados, claro que en la cara de mi madre y en la mía se dibujaba una sonrisilla de satisfacción que nos duraba todo el día. Tenéis que entender que hablamos de los setenta, mujer al volante y sin problemas ¡no era fácil!
Los domingos llevábamos a mi hermano a la Estación de Autobuses para su vuelta al colegio ya que estaba interno pero venia a casa los fines de semana. Cuando nos despedíamos e iniciábamos el regreso a casa ya era de noche y, durante un tiempo, según íbamos por el Pº de la Castellana se pinchaba alguna rueda y teníamos que parar. Era salir mi madre del coche y frenar en seco varios voluntarios para ayudar, ya os he comentado en alguna ocasión que mi madre ha sido y es preciosa, de ahí tanto interés en ayudarla. Por supuesto cambiaban la rueda pinchada y se llevaban un "muchísimas gracias" de recuerdo, porque mi madre se metía en el coche rápidamente y se despedía con una gran sonrisa. No hace falta que os diga que no ha cambiado una rueda en su vida.
Una mañana mientras íbamos al dentista, un Renault siete blanco tenía tanta prisa que se salto la doble linea continua para adelantar en plena calle Padre Damián (los datos son para ver si se acuerda el desgraciado, porque salió huyendo el muy cobarde) obligando a mi madre a dar un volantazo, con tan mala suerte que pisamos una placa de hielo y el coche empezó a patinar y terminamos en el carril contrario empotrados contra un Dodge militar que estaba esperando a un alto mando. Las dos salimos despedidas por la misma puerta, la del piloto. No nos pasó nada grave, sólo el menisco de la rodilla de mi madre que se rompió, pero para lo que podía haber pasado eso no fue nada. El chofer militar no daba crédito a como había quedado el Dodge, sólo decía ¿y como digo yo en el taller que esto lo ha hecho un 600? El pobre, que se portó genial y fue el primero que nos ayudó, sólo quería aligerar la tensión del susto.
El caso es que a nuestro querido coche tuvieron que quitarle todo el morro y como ya no había del color original hubo que pintarlo entero y ¿qué color decidió mi madre? ¡rojo! pero no un rojo común no, ¡rojo rojo! Era el único 600 de ese color en todo Madrid, y eso resultó de mucha ayuda las dos veces que nos lo robaron, porque la policía lo encontró el mismo día de los robos.
También supimos que un invierno alguien lo abría y dormía en él, pero cuando nosotras llegábamos ya no estaba y nunca faltó nada del coche.
A pesar del color, el despiste de mi madre hacia que siempre lo "perdiera", ya podía ser el parking más pequeño del mundo, mi madre nunca lo encontraba.
- Nos han robado el coche
- Mamá ¿otra vez? piensa bien, intenta acordarte donde lo dejaste
- Que no, que nos lo han robado ¿como no voy a saber donde lo he aparcado hija?
Y según pronunciaba esta frase el coche aparecía y las dos nos reíamos.
¿Se puede querer a un coche? yo creo que si.
Cuando tenia once años nos mudamos de casa. Hasta ese momento vivíamos al ladito de El Retiro pero el piso era de alquiler, por eso mi madre decidió meterse en una hipoteca, para tener una casa que fuera suya el día de mañana, y lo ha conseguido, a día de hoy es SU casa y lo ha conseguido ella sola, sin ayuda de nadie.
Pero claro, nos fuimos a vivir a uno de los barrios que el Instituto Nacional de la Vivienda (INV) construía en aquel momento. Ahora es un barrio relativamente céntrico y con excelentes comunicaciones, pero entonces ... ¡parecía que nos habíamos mudado a kilómetros de Madrid! Acostumbrados a ir andando a todos los sitios ahora de repente dependíamos del único autobús que llegaba hasta allí. Pero mi madre lo tenía todo previsto, se había sacado el carnet de conducir ¡a la primera! y ahora solo faltaba comprar un coche.
El elegido fue un precioso, simpático y utilísimo 600 de color amarillo canario.
Con él hicimos un montón de viajes y siempre se portó genial, nunca se estropeo ni falló, nada de nada, incluso en los inviernos más duros y con nevadas intensas, aquel coche arrancaba a la primera mientras que los dueños de auténticos cochazos nos miraban entre alucinados y desesperados cuando nosotros iniciábamos la marcha y ellos se quedaban tirados, claro que en la cara de mi madre y en la mía se dibujaba una sonrisilla de satisfacción que nos duraba todo el día. Tenéis que entender que hablamos de los setenta, mujer al volante y sin problemas ¡no era fácil!
Los domingos llevábamos a mi hermano a la Estación de Autobuses para su vuelta al colegio ya que estaba interno pero venia a casa los fines de semana. Cuando nos despedíamos e iniciábamos el regreso a casa ya era de noche y, durante un tiempo, según íbamos por el Pº de la Castellana se pinchaba alguna rueda y teníamos que parar. Era salir mi madre del coche y frenar en seco varios voluntarios para ayudar, ya os he comentado en alguna ocasión que mi madre ha sido y es preciosa, de ahí tanto interés en ayudarla. Por supuesto cambiaban la rueda pinchada y se llevaban un "muchísimas gracias" de recuerdo, porque mi madre se metía en el coche rápidamente y se despedía con una gran sonrisa. No hace falta que os diga que no ha cambiado una rueda en su vida.
Una mañana mientras íbamos al dentista, un Renault siete blanco tenía tanta prisa que se salto la doble linea continua para adelantar en plena calle Padre Damián (los datos son para ver si se acuerda el desgraciado, porque salió huyendo el muy cobarde) obligando a mi madre a dar un volantazo, con tan mala suerte que pisamos una placa de hielo y el coche empezó a patinar y terminamos en el carril contrario empotrados contra un Dodge militar que estaba esperando a un alto mando. Las dos salimos despedidas por la misma puerta, la del piloto. No nos pasó nada grave, sólo el menisco de la rodilla de mi madre que se rompió, pero para lo que podía haber pasado eso no fue nada. El chofer militar no daba crédito a como había quedado el Dodge, sólo decía ¿y como digo yo en el taller que esto lo ha hecho un 600? El pobre, que se portó genial y fue el primero que nos ayudó, sólo quería aligerar la tensión del susto.
El caso es que a nuestro querido coche tuvieron que quitarle todo el morro y como ya no había del color original hubo que pintarlo entero y ¿qué color decidió mi madre? ¡rojo! pero no un rojo común no, ¡rojo rojo! Era el único 600 de ese color en todo Madrid, y eso resultó de mucha ayuda las dos veces que nos lo robaron, porque la policía lo encontró el mismo día de los robos.
También supimos que un invierno alguien lo abría y dormía en él, pero cuando nosotras llegábamos ya no estaba y nunca faltó nada del coche.
A pesar del color, el despiste de mi madre hacia que siempre lo "perdiera", ya podía ser el parking más pequeño del mundo, mi madre nunca lo encontraba.
- Nos han robado el coche
- Mamá ¿otra vez? piensa bien, intenta acordarte donde lo dejaste
- Que no, que nos lo han robado ¿como no voy a saber donde lo he aparcado hija?
Y según pronunciaba esta frase el coche aparecía y las dos nos reíamos.
¿Se puede querer a un coche? yo creo que si.